Llevamos unos años en los que la tarea de hacer un presupuesto anual, o incluso un plan estratégico a medio plazo, se ha vuelto más un asunto de adivinadores y videntes que de un CEO que tiene que administrar recursos siempre escasos en escenarios más o menos previsibles.
Es cierto que un CEO tiene que ser por naturaleza flexible, resiliente, tener visión y capacidad de reacción ante lo inesperado… ¿Pero qué CEO podía esperar acontecimientos tan insospechados como lo que hemos vivido en los últimos años? ¿Cómo acertar en la asignación de recursos y la planificación de inversiones cuando de forma súbita se fragmenta la cadena de suministro, se encarecen repentinamente los costes de producción, te suben los impuestos, o tu plantilla se marcha a teletrabajar a casa?
Ya te puedes asesorar con los mejores expertos, consultar los más sesudos estudios, estar al tanto de las más recientes tendencias, que la realidad viene empeñándose en desbaratar tus previsiones y tus presupuestos, y ponerlo todo patas arriba.
Por eso, cuando los Consejos de Administración, o los accionistas, depositan exclusivamente en el CEO la tarea de anticipar un futuro “que ya no es lo que solía ser” –en expresión de Paul Valéry-, éste asume una responsabilidad cuya carga puede llegar a ser excesivamente onerosa y comprometida.
¿Y qué puede hacer el CEO, más allá de intentar prever los escenarios con la mayor información posible? Pues consensuar ese presupuesto, ese plan estratégico, con el mayor número de stakeholders posible. Por supuesto con el Consejo de Administración, pero también con los clientes, los proveedores, los directivos, y por supuesto con la plantilla.
Porque de no hacerlo así, si tras haberse esforzado en interpretar la alineación de los astros o las vísceras de las aves, cualquier nuevo “cisne negro”, puede hacer que acabe como un nigromante de su propio cadáver.
Cuídate mucho,
Enrique Sánchez de León