Creo que en la vida hay que tener opinión casi de todo, especialmente si, lo quieras o no, eres referencia para muchos. Yo, además, me resisto a no tenerla y expresarla sobre aquellos asuntos en los que, en estos tiempos de lo políticamente correcto, se desprecia y hasta se vilipendia por parte de determinados colectivos los pareceres discrepantes.
Y esto del lenguaje inclusivo es uno de eso temas en los que la llamada cultura woke -la que, en base a una supuesta idea del bien, busca tribalizarnos políticamente en base a una identidad- quiere hacerte comulgar con ruedas de molino.
Aunque el origen del lenguaje inclusivo proviene de las reivindicaciones feministas de los primeros años 70s, es en los últimos años cuando la presión de los medios, de los colegios y universidades y, sobre todo, de las instituciones políticas y organismos administrativos, se ha vuelto verdaderamente cansina y, en algunos casos, ciertamente agobiante. Además, muchas empresas, ya sea por moda, por miedo a parecer lo que no son, para captar clientes -lo que ha venido en llamarse el “capitalismo woke”-, o incluso por propio convencimiento, se han lanzado ya a elaborar y a promover guías y manuales sobre la utilización del lenguaje inclusivo.
Los partidarios del mismo declaran que la finalidad es visibilizar la desigualdad de género y luchar por la igualdad. Objetivo evidentemente loable, y aún muy necesario. Ahora bien, utilizar el lenguaje para ello, retorcer la sintaxis, el léxico, la morfología de las palabras, con el fin de eliminar el machismo es, según la RAE, intentar “recortar la distancia, ya considerable en la actualidad, entre el universo oficial y el mundo real.” Recordemos que los antiguos griegos solo tenían una y la misma palabra, “logos”, para significar lenguaje y razón.
En primer lugar, el género es una rara categoría que solo posee el 15% de las leguas humanas; en segundo lugar, solo el 3% de nuestra gramática se refiere a personas y seres animados que tienen alternancia gramatical determinada por el sexo del referente; pero es que, además, de nuevo según la RAE, “el masculino gramatical está firmemente asentado” y “no supone discriminación sexista alguna”. En efecto, que el masculino plural represente a mujeres y hombres, y el femenino plural solo a mujeres; y que el masculino sea neutro y universal, y el femenino particular y específico, es una cuestión pura y fríamente lingüística.
Especialmente en las empresas, el machismo no reside en el lenguaje o en la comunicación interna o externa, sino en asuntos mucho más relevantes como la brecha salarial, la presencia de mujeres en los Consejos y en los Comités de Dirección, o en los sesgos -conscientes o inconscientes- en los procesos de selección y los ascensos.
Es verdad que el lenguaje es algo vivo, que no puede ajustarse siempre a la gramática, pero de ahí a querer reinventarlo por cuestiones ideológicas, hay un mundo.
Probablemente el problema tiene un más hondo calado, y es que, en todo el mundo, y recientemente determinados colectivos que exigen justicia y dignidad para ellos como grupos marginados de forma particular y exclusiva, están vulnerando la igualdad y el respeto para todos. Esto conduce a la victimización y la queja permanente, y alimenta una dinámica interminable de reclamaciones y resentimientos, tanto desde la derecha como desde la izquierda.
Y como sé, querido CEO, que este post me causará alguna crítica, permíteme que finalice con una cita del célebre filósofo y politólogo austríaco, Karl Popper, quien decía con cierta sorna: “Debemos reclamar, en nombre de la tolerancia, el derecho a no tolerar a los intolerantes”.
Cuídate mucho
Enrique Sánchez de León
