El riesgo de apalancamiento financiero no es nuevo, pero la crisis provocada por la COVID-19 lo ha sacado a la luz de forma brutal. En cuestión de semanas, los mercados globales vivieron una de sus peores caídas en décadas, dejando al descubierto cómo el uso excesivo de deuda —por parte de empresas, inversores e incluso Estados— puede convertirse en un factor de desestabilización masiva. Lo que en tiempos de bonanza parece una estrategia eficiente, en contextos de incertidumbre puede convertirse en una trampa sin salida.
El apalancamiento financiero se basa en una lógica sencilla: combinar capital propio con financiación externa para ampliar la capacidad de inversión. Cuanto mayor es el uso de deuda frente al capital invertido, mayor es el apalancamiento. El problema aparece cuando el valor de los activos cae o cuando las condiciones de mercado cambian drásticamente.
El principal riesgo radica en que el inversor puede quedarse atrapado en una estructura insostenible de deuda. Si los beneficios no cubren los costes financieros, la posición se vuelve rápidamente insostenible. Este peligro no afecta solo a particulares: grandes empresas y Estados también operan con altos niveles de apalancamiento. En el caso de los gobiernos, por ejemplo, la emisión de deuda pública se convierte en un recurso habitual que, en tiempos de crisis, puede dispararse hasta niveles difíciles de manejar.
El informe GFSR del FMI subraya cómo la caída del valor de las acciones, el encarecimiento del crédito y la bajada de los precios del petróleo, en un contexto de incertidumbre como el del COVID-19, acentúan la vulnerabilidad de los mercados. Si a esto se suma una estrategia agresiva de apalancamiento, el riesgo de colapso se amplifica.
Lo inesperado es, muchas veces, el factor que más daño causa en los mercados. A diferencia de otras crisis que se desarrollan de forma progresiva, la irrupción del coronavirus fue repentina y global, dejando sin margen de maniobra a los sistemas financieros. En apenas unas semanas, se vivió un auténtico desplome bursátil: entre la última semana de febrero y las dos primeras de marzo de 2020, los principales índices del mundo sufrieron caídas de dos dígitos.
El 9 de marzo se convirtió en un nuevo «lunes negro», comparable al de la crisis de 2008. El pánico arrastró a miles de pequeños y medianos inversores, mientras los grandes fondos intentaban reequilibrar sus carteras en plena tormenta. Este escenario de máxima volatilidad empujó a muchos a recurrir al apalancamiento como vía para recuperar rentabilidad, sin considerar los riesgos que ello implicaba en un entorno tan incierto.
Durante la crisis financiera de 2008, los bancos fueron los grandes protagonistas del colapso debido a su excesivo apalancamiento. En 2020, el riesgo se trasladó con más fuerza al sector inversor. Aún hoy, el sector bancario sigue teniendo altos niveles de apalancamiento, pero la situación actual es más compleja porque afecta a múltiples actores simultáneamente: bancos, fondos, empresas y Estados.
La gran diferencia con 2008 es que ahora el foco no está solo en el sistema financiero tradicional. Los mercados de capitales, especialmente los fondos altamente apalancados y los productos derivados, representan un nuevo punto crítico. Si el entorno económico no se estabiliza, la necesidad de rescates financieros podría regresar con fuerza, comprometiendo la salud fiscal de los países.
Las economías emergentes son particularmente sensibles al impacto del apalancamiento financiero en épocas de crisis. Muchas de ellas utilizan la emisión de bonos en moneda local como método de financiación. Sin embargo, en 2020, esos activos fueron los primeros en perder valor. La depreciación de las monedas locales y la retirada de capital extranjero agravaron el problema, dejando a estos países con menos margen para responder a la crisis.
Además, al disminuir las tasas de cambio y aumentar la percepción de riesgo, los inversores internacionales comenzaron a evitar los mercados emergentes, profundizando aún más la fuga de capitales. Esta dinámica deja a estas economías en una posición muy vulnerable: necesitan financiación, pero el contexto les niega el acceso a ella en condiciones razonables.
La crisis del COVID-19 ha demostrado que el riesgo de apalancamiento financiero no es solo una preocupación teórica. Es un factor real que puede desencadenar efectos devastadores si no se gestiona con prudencia. La rapidez con la que se propagó la pandemia dejó al descubierto lo peligrosas que pueden ser las estructuras basadas en deuda cuando no existen amortiguadores sólidos.
Si algo enseña esta crisis es la necesidad de reforzar la vigilancia sobre el uso del apalancamiento, establecer límites claros y fomentar una cultura de responsabilidad financiera. Porque lo que puede parecer rentable a corto plazo, puede convertirse en una bomba de relojería para todo el sistema económico global.