En un entorno empresarial en constante transformación, la formación se ha convertido en un factor estratégico clave. Javier Hernández, Director General de Language Solutions España, analiza cómo los departamentos de Talento pueden responder con agilidad a las necesidades reales del negocio, combinando tecnología y acompañamiento humano. Defiende una visión del aprendizaje como inversión -no como gasto- y subraya el papel de la cultura lingüística como motor de cohesión, propósito y competitividad en las organizaciones del futuro.
Los departamentos de Talento afrontan tres grandes retos: la velocidad del cambio, la alineación entre formación y negocio, y la motivación real de los empleados. Se da la paradoja de que nunca hemos tenido tantas herramientas formativas, aunque por otro lado nunca ha sido tan alto el riesgo de desconexión o fatiga.
El primer desafío es traducir las necesidades estratégicas de la compañía en planes de aprendizaje concretos. A menudo, la formación se gestiona como un “checklist” de cumplimiento, en lugar de ser un motor de transformación. El segundo es la fragmentación de la oferta y la fatiga digital: la abundancia de plataformas sin acompañamiento humano provoca tasas de abandono altísimas (en un caso documentado, de 10.000 empleados con acceso a plataforma, solo 10 completaron el curso). Y el tercero es la dificultad de medir impacto: Recursos Humanos sigue luchando por demostrar que la inversión en formación produce retorno en productividad, engagement o retención.
¿Cómo superar estos retos?
En definitiva, los enfoques sostenibles parten de un modelo centrado en la persona: la formación no como gasto, sino como inversión que, al desarrollarse, multiplican el valor de la organización.
El aprendizaje continuo ha dejado de ser una opción. La velocidad de los cambios tecnológicos y de mercado obliga a las organizaciones a pasar de la formación reactiva a una cultura proactiva de aprendizaje.
Una cultura así se construye en cuatro niveles:
En la práctica, las estrategias más efectivas combinan:
El resultado es un ecosistema en el que aprender no es una obligación, sino una forma de crecer con la empresa.
Estamos asistiendo a una auténtica revolución tecnológica: plataformas de aprendizaje adaptativo, inteligencia artificial, analítica avanzada… Todas ellas ofrecen oportunidades inmensas de personalización y optimización de recursos. Sin embargo, existe un riesgo evidente: olvidar que la verdadera transformación no está en la herramienta, sino en la persona que aprende, y en quien la guía en ese proceso.
Las organizaciones que han apostado únicamente por modelos 100% digitales se han encontrado con tasas de abandono superiores al 80%. No se trata de una cuestión tecnológica, sino humana: cuando desaparece el vínculo con un profesor, el aprendizaje pierde contexto, acompañamiento y motivación. La tecnología puede recomendar un módulo o medir el tiempo de conexión, pero difícilmente puede transmitir la empatía, la confianza y la inspiración que nacen de la relación entre docente y alumno.
El valor del profesor en este contexto es insustituible. Un formador experimentado no solo enseña contenidos: detecta estados de ánimo, refuerza la motivación, corrige errores en el momento y contextualiza el aprendizaje en situaciones reales de negocio.
Esto no significa renunciar a las tecnologías. Al contrario: el reto está en integrarlas de manera inteligente. La IA y la analítica de datos son aliados valiosos para apoyar la labor del docente: ayudan a detectar lagunas, a recomendar recursos y a medir la progresión de los alumnos con precisión. Pero el rol central debe seguir recayendo en el profesor, que interpreta esos datos, los convierte en feedback útil y adapta dinámicamente la sesión a la realidad del grupo o del individuo.
Los programas más exitosos son aquellos que encuentran el equilibrio entre innovación tecnológica y calidad humana. La tecnología nos ofrece datos. El profesor convierte esos datos en aprendizaje con sentido. La IA puede medir progreso. El formador sabe cuándo motivar, cuándo corregir y cuándo dar espacio al alumno. Y es precisamente esa combinación la que maximiza el desarrollo del talento: porque no hablamos solo de adquirir conocimientos, sino de crecer como personas y como profesionales dentro de un entorno de confianza y propósito compartido.
En definitiva, el futuro del aprendizaje corporativo no está en elegir entre IA o profesor, sino en articular un modelo donde las herramientas tecnológicas amplifiquen el trabajo humano, sin reemplazarlo. Porque la verdadera ventaja competitiva de las empresas seguirá siendo la misma: personas que aprenden de otras personas, en un marco de acompañamiento, confianza y visión compartida.
El dato es contundente: las empresas que invierten en cultura lingüística mejoran hasta un 45% su capacidad de atraer y retener talento y un 37% su eficiencia operativa. Pero más allá de las cifras, lo relevante es por qué ocurre. Invertir en cultura lingüística no es enseñar un idioma; es crear un lenguaje común que conecta personas, equipos y propósito.
En un entorno global e híbrido, la comunicación se convierte en la base que sostiene la colaboración y la confianza. Cuando una organización impulsa la competencia lingüística como parte de su estrategia de desarrollo, está reforzando algo más profundo: la inclusión, la empatía y la capacidad de comprender al otro.
Integrar esto exige un cambio cultural: pasar de ver la formación en idiomas como un beneficio accesorio a entenderla como una palanca de competitividad y cohesión. La clave está en conectar la mejora lingüística con objetivos reales de negocio —negociar mejor, innovar juntos, liderar equipos internacionales— y en ofrecer programas acompañados por profesores expertos que inspiren y guíen el aprendizaje.
Una empresa con cultura lingüística sólida no solo se comunica mejor: piensa mejor, decide mejor y coopera mejor. En definitiva, hablar un idioma común no es una cuestión académica, sino una forma de construir organizaciones más humanas, eficientes y comprometidas con su futuro.
Efectivamente el riesgo de fricciones es real: la creación de un lenguaje común es la mejor vacuna contra la descohesión.
Ese lenguaje común tiene tres dimensiones:
El impacto es tangible:
En síntesis, un lenguaje común refuerza la cohesión y convierte la diversidad en ventaja competitiva. Y ahí los departamentos de Talento tienen un rol fundamental: no solo gestionar formación, sino crear un marco de comunicación y propósito compartido que humanice y potencie a la organización.